El cielo espesó y atrajo la
mirada de todos. Las amas de casas se asomaban por la ventana en busca de
alguna razón del cielo para no tender la ropa. Se sabía que el sol no había
muerto porque aun donaba su luminiscencia, como el que ve entre las rejas. De repente
decidió el cielo dar su primer rugido, aguerrido, multi-vocal. Los niños se
tapaban sus oídos y se aferraban a las piernas de sus padres. Los autos se
asustaron y las alarmas unísonas se activaron. Todos esperaban mientras
apretaban los pasos a algún refugio. Los árboles, siempre dóciles y nobles se
doblaban con el viento; los nidos de los pájaros se tentaban al suelo. Los kioscos
de espera del autobús se rebosaron. Un miedo parecido al que despertó el
diluvio universal embargó a la ciudad, solo que esta vez no había ningún ungido
que los salvara o los rechazara.
Volvió el estruendo de las
alturas, esta vez con alaridos más gruesos y largos. De ese choque de nubes un
lamento calló a goteos hasta arreciar y hacer que las faldas y los pantalones
se encogieran. En medio de esta lluvia estaba _______________ disfrutando
y reconociendo en cada parte de su piel el venir indistinto del aguacero. Un
minuto, dos minutos, tres y sus brazos seguían abiertos, queriendo abarcar el
cielo entre sí, o parte de él, para reconocerlo, y se acunara adentro suyo, y
robarle su secreto y ella/el el suyo. Era
su momento, nadie más lo quería, gozaban de aquella intima compañía. Luego de
este encuentro como dos amantes que los separa la canícula de la luz, y sin
decirse adiós, se dejó secar por los brazos del sol.